domingo, 3 de abril de 2016

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miércoles, 24 de junio de 2015

CIUDADES MEDIEVALES RECOMENDADAS

RECOMENDAMOS LAS SIGUIENTES CIUDADES POR TENER CARACTERÍSTICAS MEDIEVALES CLARAS Y DE FÁCIL LECTURA EN PLANOS E IMÁGENES.
ESTO NO IMPIDE QUE USEN EDIFICIOS SINGULARES COMO CATEDRALES GÓTICAS, CONSTRUCCIONES ROMÁNICAS O MONASTERIOS, ETC. DE OTRO LUGAR. LO MISMO PARA LA VIVIENDA.
SE RECOMIENDAN CIUDADES PARA LA PARTE URBANA ÚNICAMENTE.  EL TERRITORIO SERA SIENDO TODA EUROPA MEDIEVAL HACIENDO ZOOM SOBRE LA REGIÓN DE LA CIUDAD ELEGIDA.

AIGUES MORTES en territorio francés actual  en 1240
http://es.wikipedia.org/wiki/Aigues-Mortes


TOLEDO en territorio español actual  periodo de las tres culturas musulmana, judaica y cristiana en el 1080.
http://arquehistoria.com/alfonso-x-y-la-integracion-de-las-tres-culturas-en-la-toledo-medieval-4157


Lübeck en territorio alemán actual en 1143
La Ciudad Hanseática de Lübeck (en alemánHansestadt Lübeck)
http://es.wikipedia.org/wiki/L%C3%BCbeck



SPLIT en territorio de Croacia actual desde el 800 al 1400
http://es.wikipedia.org/wiki/Split


Dubrovnik o Ragusa en territorio de Croacia actual desde el 900 al 1400
http://es.wikipedia.org/wiki/Dubrovnik


Hannover (Hanóver en español) en territorio alemán actual en 1000
http://es.wikipedia.org/wiki/Hannover


AVILA en territorio español actual  periodo entre el 800 y el 1400
http://www.arteguias.com/romanico_ambavila.htm


Ciudad fortificada de Carcasona  también conocida en francés como Cité de Carcassonne en actual Francia, región de la Languedoc- Rosellón muy cerca de la frontera con España.entre el  900 y el 1400

Ciudad Medieval y su forma

Peculiaridades de la ciudad medieval
La creación urbana en la edad media, aun siendo un fenómeno generalizado en toda Europa presenta ciertas diferencias en la concepción del diseño urbano. En la Península Ibérica el proceso de creación urbana por la sociedad medieval cristiana fue muy intenso. Las tierras fronterizas ganadas a los musulmanes pronto comenzaron a acoger a población cristiana del norte peninsular generando numerosos núcleos urbanos de muy variado tipo.

Primeramente cabe distinguir entre ciudades de crecimiento orgánico  o espontáneo  y ciudades de nueva planta.

Crecimiento orgánico y planta irregular
Las ciudades que surgen, de forma espontánea, a partir de un primitivo enclave militar o religioso y que aglutinan entorno a sí población en progresión creciente, pueden dar origen  a posteriores ciudades, normalmente con una planta urbana compleja e irregular. En la Península Ibérica tenemos buenos ejemplos de este tipo de resultado urbanístico, que no responde a un diseño preconcebido. Al sur del río Duero se fueron instalando pequeñas poblaciones agrícolas y ganaderas en torno a sus  iglesias en los espacios ganados al poder musulmán. Estas minúsculas poblaciones estaban próximas unas a las otras y cuando se produjo el proceso urbanizador fueron los focos que generaron las ciudades. Ciudades como Salamanca aglutinaban dentro de sus murallas  a 35 parroquias que ocupaban una superficie cercada de 110 Ha. Soria igualmente acogía a numerosas parroquias y su superficie era de 100 Ha. No en todos los casos se pudo recoger dentro de las murallas a todas las aldeas del lugar, en Segovia y Valladolid algunas aldeas quedaron extramuros. Este modelo origina grandes superficies cercadas con un plano complejo, con varios puntos focales y grandes espacios vacíos en el interior. Sigüenza es otro caso complejo que dará origen a un plano polinuclear. Tuvo una pequeña “puebla” junto al castillo, en la parte alta, otra junto a la catedral en la zona media y una tercera “puebla” en la parte baja, en la antigua medina musulmana. Estos tres núcleos formaron la ciudad medieval aunque tardaron muchos años en constituir una unidad espacial.
 Salamanca-montaje
 Izqda.: Plano de Salamanca de 1858. Mantiene el recinto medieval
 Dcha: Foto aérea de Salamanca en 2001. Se aprecia perfectamente el recinto medieval
 siguenza-3
 Siguenza con el castillo medieval

Nuevas creaciones y planta regular
Dentro del grupo de ciudades de planta regular podemos encontrar diversos modelos atendiendo especialmente a su origen.

A) Creaciones medievales sobre planta de origen romano
En primer término nos referiremos a las “nuevas ciudades” herederas de una planta urbana de origen romano. Son “nuevas creaciones urbanas” sobre soportes materiales urbanísticos antiguos. Utilizan el mismo emplazamiento de época romana, mantienen en muchos casos sus murallas y el trazado de las calles, pero incorporan los elementos propios de la cultura medieval, los centros religiosos . Estos ocupan extensas superficies en el centro urbano transformando en parte la retícula urbana romana, generando sus propios parcelarios medievales. En la Península Ibérica encontramos variados ejemplos de este modelo, los mas representativos son León y Zaragoza, en donde todavía hoy, en el parcelario actual se perciben los recintos romanos y la tama viaria.
 ZARAGOZA
B) Nuevas creaciones de planta regular
Se pueden ver ciudades de planta regular especialmente en zonas donde los monarcas tuvieron un especial interés por organizar el espacio con nuevas poblaciones concentradas que les permitía un mejor control del territorio, de sus pobladores y de sus rentas. La implantación urbana en el norte peninsular responde a dicha motivación. En esa zona las ciudades se caracterizan por ser de tamaño mediano-pequeño, algo menos de 10 Ha. pero suplen sus dimensiones individuales con el elevado número de centros  urbanos que se generan. Se crea una intensa red de núcleos urbanos que dinamizan la región. En la zona de Guipuzcoa, Vizcaya, Cantabria, Asturias y Galicia se crean mas de 100 poblaciones urbanas. Es especialmente importante la proliferación de puertos en el Cantábrico


Las nuevas plantas de dichas villas están programadas de inicio. Se trazan los recintos y se parcelan los espacios destinados a las viviendas de los vecinos, dejando muy poco espacio público libre.
Ensanche-San-Sebastian-Plano

Plano de San Sebastián.
En gris, la primitiva villa medieval; en rojo, el ensanche de época contemporánea.
C) Nuevas creaciones de ciudades en el camino de Santiago
Sin que podamos incluir a todas las ciudades que se crean en la ruta o camino de Santiago en un mismo modelo urbanístico hay una tendencia a crear villas y ciudades con un “plano itinerario” como lo define Torres Balbás Son poblaciones creadas en torno al camino con una calle larga y viviendas a ambos lados. Dicho plano según las villas y ciudades prosperan pueden generar calles paralelas y complicar dicho plano, pero siguen siendo reconocibles. Ejemplos de dichas estructuras parcelarias son entre otras, Castrojeriz y Santo Domingo de la Calzada.

 Santodomingo-Calzada
Desarrollo urbano de Santo Domingo de la Calzada
Según Martínez Martínez, Sergio. Santo Domingo de la Calzada. Una ciudad medieval en el camino de Santiago. Najera 2006.

URBANISMO MEDIEVAL : El caso Vasco

Cuestiones generales del urbanismo medieval
Trataremos ahora de describir brevemente los elementos más característicos del urbanismo vasco medieval. Son en general aspectos comunes a todas las villas de la época –no nos encontramos ante rasgos específicos únicamente de estas dos provincias-; sin embargo, los abordaremos de tal manera que la referencia a emplazamientos vizcaínos y guipuzcoanos sea constante.

Las murallas

Podemos considerar que las murallas constituían el elemento fundacional de la ciudad medieval. Estos muros, además de facilitar la defensa de la villa, marcaban sus límites territoriales y jurisdiccionales. También establecían las demarcaciones del sistema impositivo, tanto comercial como municipal. Las murallas podían cumplir la misión de elemento divisorio –de carácter social o étnico- dentro de la propia villa. Este fue el caso de Bilbao, tal vez la ciudad vizcaína más importante en lo que a diversidad –funcional y estructural- de fortificaciones se refiere.
La murallas establecían los límites territoriales y jurisdiccionales de la villa, pero no impedían su crecimiento. Las nuevas fortificaciones fueron incorporando poco a poco esos barrios y calles que antes se encontraban fuera de sus límites. Esos núcleos que rebasaron los muros obligaron a construir otros más amplios y extensos que los incluyeran. Es más, en numerosos casos las murallas antiguas fueron destruidas, levantándose en su lugar calles de curioso e inconfundible trazado. Este fue el caso de Estella y, una vez más, Bilbao, en cuyos planos se pueden apreciar las huellas de este fenómeno urbanístico.
Tampoco faltaron las construcciones adosadas a la muralla, especialmente las iglesias. De ellas se aprovechaban las altas y sólidas torres como un elemento defensivo más. Estas se incluían dentro de las fortificaciones, en ocasiones también como puertas de la villa. Esto explicaría la austeridad del diseño de muchas de estas construcciones. De entre estas hemos de destacar el caso de Segura.

El plano de la ciudad

La estructura urbana medieval estaba claramente condicionada por aspectos como la muralla, la estructura social de la población de la villa y la distribución de la propiedad. En lo referido a esta última cuestión, habría que decir del caso vasco que, al tratarse todo de propiedad real, esta era notablemente homogénea. Distinguiremos a continuación varios tipos de ciudades clasificadas en función del tipo de plano. Trataremos además de describirlas y poner ejemplos concretos de cada una.
- Las ciudades camino, cuyo ejemplo más claro fue Estella, se caracterizaron por su arcaica estructura: en ellas se confunden el camino y la calle. En estos casos podemos empezar a hablar de ciudad con la contrucción de murallas y el trazado de calles perpendiculares a la principal.
- Las ciudades de planta rectangular presentaban ya una estructura más compleja de carácter ortogonal. Además, estaban divididas en parroquias, y presentaban cierta jerarquización social del espacio.
- Las ciudades de recinto fortificado irregular con dos parroquias se caracterizaban porque las iglesias influían notablemente en la estructura urbana. Estas formaban plazas y condicionaban el trazado de las calles. Además, con sus altas torres, en muchos casos utilizadas como elementos defensivos, destacaban sobre los demás edificios de la villa. Es decir, configuraban el paisaje de la misma. En Vizcaya destacaron los casos de Marquina, Durango, Guernica y Bilbao.
- Las ciudades con una sola iglesia central presentaban, por el contrario, una estructura sencilla. En Guipúzcoa nos encontramos con ese modelo de plano en Mondragón, Segura, Vergara y Guetaria; y en Vizcaya hay que hablar de Puebla de Arganzón.
 
bilbao


Los arrabales

Aquellos espacios periféricos que, temporal o permanentemente, se mantuvieron fuera de los muros de la villa se llamaron arrabales. Eran estos núcleos que iban desarrollándose al margen, pero en las inmediaciones, de la ciudad. Dejaban, por tanto, de ser arrabales cuando se incluían en el área fortificada. Estos elementos fueron desarrollándose y urbanizándose a lo largo del medievo.

Sin embargo, hemos de distinguir varios modelos de arrabales. En primer lugar habría que hablar de los surgidos en torno a ciudades con un fin casi exclusivamente militar. En ellas este fenómeno apenas hechos raíces, como bien puede apreciarse en el caso de Segura. El caso contrario encontramos en otras villas donde el elemento humano y económico resultaba más importante. Sin duda los casos de Bilbao y Durango, cuyos arrabales fueron los más importantes de todo elo territorio vasco, constituyen el mejor ejemplo de este segundo tipo. En tercer lugar citaremos brevemente los espacios en torno a los que solían surgir estos núcleos de población. Hablamos de los caminos, las fuentes y el entorno de los conventos y torres mobiliarias, como bien podemos apreciar en Mondragón.

Urbanismo Medieval


La ciudad medieval francesa de Carcasone

Toda la cultura europea durante la Edad Media tiene un acusado carácter agrícola. La ciudad medieval es una ciudad amurallada que aparece como lugar cerrado dentro del paisaje agrícola y forestal, sirviendo de fortaleza defensiva y refugio de los habitantes y campesinos del entorno, a la vez que constituye el mercado dentro de su área de influencia.
Tras la caída del Imperio Romano y las invasiones bárbaras, aparecen en occidente dos culturas importantes con concepciones totalmente diferentes de ciudad: el mundo islámico y el mundo cristiano, con la religión como centro de la civilización.

Ciudades cristianas

La Alta Edad Media está caracterizada por las sucesivas oleadas de invasiones que se sucedieron hasta el siglo X (los pueblos godos, germanos, musulmanes, vikingos, húngaros), que continuaron el proceso de ruralización y que imponen el feudalismo.
Las villas medievales tuvieron sus orígenes en las formas de explotación de los últimos tiempos del Imperio Romano y en las condiciones que se produjeron a raíz de las invasiones. Durante aquellos tiempos calamitosos, muchos pequeños propietarios prefirieron entregar su tierra a algún propietario poderoso y convertirse en siervos de éste a cambio de recibir su protección.
Así se va imponiendo poco a poco la sociedad feudal, donde un señor, era el dueño de las tierras. Un gran señor podía tener bajo su poder a cientos de villas, mientras que un feudo pequeño podía estar formado por una sola villa. La parte mas importante de la villa estaba formada por la casa señorial que muchas veces era un castillo fortificado.
 
Un vasallo arrodillado ante su señor realiza la inmixtio manum,un ritual que simbolizaba la protección que iba a recibir de él

Pero no sólo los señores feudales eran de condición laica, ya que también la Iglesia podía poseer tierras; muchos señores feudales también eran obispos.
Las ciudades tenían órganos de gobierno. Los ayuntamientos, castillos y las catedrales eran los edificios más importantes y eran el eje del gobierno de la ciudad, con lo cual los nobles feudales y obispos eran los encargados de dirigir las ciudades, prestaban homenaje a su rey y recaudaban impuestos.
Las ciudades cristianas no eran demasiado grandes y no tenían una desvinculación muy grande del campo, de hecho, muchos de sus pobladores se dedicaban a tareas agrícolas. Esto se debe a que los dos mundos, urbano y rural, están muy vinculados ya que uno depende del otro.
 En la baja Edad Media la situación variará. Las Cruzadas acercan a occidente y oriente, lo que favorecerá al comercio. Esto supondrá que las ciudades dejen de ser autárquicas y autosuficientes para pasar a comerciar y especializarse. Todo este proceso comenzó en Italia, donde llegaban productos de oriente, como la seda y las especias. Allí, la cantidad de bienes traídos desde oriente llego a ser tan grande que el comercio se fue extendiendo hasta cruzar los Alpes.

Un segundo sistema de comercio internacional se desarrolló en los mares del norte, de modo que la lana inglesa y paños flamencos eran llevados en barco por el Mar del Norte y el Mar Báltico a los puertos escandinavos y bálticos donde eran intercambiados por cueros, pieles, granos y madera.
Dentro de la ciudad existía un derecho jurídico llamado fuero que concedía a los villanos el privilegio de ciertos oficios, exenciones y obligaciones fiscales, y la celebración de ferias y mercados. Muchas veces se creaban ciudades donde la concesión de un fuero presentase una ventaja sobre el medio rural y favoreciese a la población de la urbe, tal es el caso de los cruces de caminos de los grandes ejes económicos, como el Camino de Santiago, los ríos navegables, la desembocadura o en el límite de la navegación, como por ejemplo en torno al Sena o en el Rin.
 
 La ciudad de León aprovechó la estructura romana.
Los elementos urbanísticos de estas ciudades van a ser heredados de los romanos y griegos. Se caracterizan por estar amuralladas, sus calles estaban organizadas de forma ortogonal, a pesar de que en algunas ocasiones se adaptaban al terreno y pueden parecer irregulares.
Las viviendas: las casas son muy humildes y no tienen sistemas de saneamiento, por lo que la vida se realiza en las calles y espacios públicos, como mercados, iglesias y plazas que se construyen en algunos casos porticadas para resguardar a la población de las inclemencias del tiempo.
Los barrios: dentro de las ciudades había segregación funcional. La ciudad estaba dividida en barrios y parroquias y en cada barrio o calle se agrupaban los diferentes oficios y gremios que controlaban la producción, la venta, los precios de los productos, la calidad y tenían ciertos privilegios. Hoy día existen calles como: la calle tinte, calle paños, calle zapateros, calle herreros; llamadas así por agrupar en el pasado a los distintos trabajadores de cada uno de los gremios en una calle determinada.
El mercado: en todas las ciudades se daba la existencia de plazas, en ellas se instalan los mercados y las ferias. En torno a la plaza se construían los edificios más importantes de la ciudad, como la Iglesia o la Catedral, el ayuntamiento, las casas gremiales, etc... Sin embargo el mercado no es permanente, el día a día de los ciudadanos estaba dedicado a cultivar la tierra y trabajar, y sólo en los días de fiesta se abrían los mercados. Aunque se podía ir a comprar los artículos de consumo a los productores, en sus barrios o calles.
 
Murallas de la ciudad medieval de Ávila.
Las murallas: el rey castellano Alfonso X El Sabio, definió la ciudad como un lugar cerrado por una muralla. Desde este momento la mayoría de ciudades se amurallan, tanto por motivos defensivos como con el fin de colocar una frontera territorial y judicial para los distintos fueros. También sirvieron para controlar la percepción de los impuestos de paso: portazgos, pontazgos y derechos de almacenaje. La muralla ,que al principio estaba un poco alejada de las casas para facilitar la defensa, pronto fué alcanzada por los edificios que incluso se podrían adosar a ella. La muralla imponía los límites de la ciudad, por ello las calles se fueron estrechando y se hicieron más irregulares, ya que todo el mundo quería vivir dentro para aprovechar sus fueros y no tener que pagar cada vez que se entrara a la ciudad. Aún así, cuando la ciudad no podía soportar más población, continuaron construyendo barrios fuera del recinto amurallado, llamados arrabales.

Como hemos dicho, en teoría la idea de la ciudad en la Edad Media es ser ortogonal, pero debido a las diversas ocupaciones y a la organización inicial de cada núcleo, conforman, con el paso del tiempo y la colmatación urbana, una ciudad irregular.
Con todo esto, podemos señalar distintos tipos de planos de las ciudades medievales cristianas:
 
 Lúbeck, modelo de ciudad medieval lineal.
1.Las ciudades lineales o de camino, que se caracterizaron por su arcaica estructura: en ellas se confunden el camino y la calle. En estos casos podemos empezar a hablar de ciudad con la construcción de murallas y el trazado de calles perpendiculares a la principal.

2.Las ciudades de planta rectangular, ortogonal o de bastidas, que presentaban ya una estructura más compleja de carácter ortogonal. Además, estaban divididas en parroquias, y presentaban cierta jerarquización social del espacio.
 
Ávila, modelo de ciudad rectangular.

3.Las ciudades circulares, que estarían en torno a un Castillo o en algunos casos, a una iglesia parroquial o la Catedral, que afectan notablemente al trazado de las calles haciéndolas circulares.
 
Aviñón, una ciudad circular, construida en torno al Castillo Palacio de los Papas

En cuanto a población, las ciudades cristianas no eran demasiado grandes. La mayoría no supera los 15.000 habitantes. Algunos ejemplos de ciudades de este tipo son: Constantinopla (seguía siendo la ciudad más poblada cristiana por encima de París o Roma), Venecia, Pisa, Lübeck, Colonia, Brujas, Marsella y Valladolid.

Ciudad Medieval algunos datos

LA CIUDAD MEDIEVAL
Las cites[1] y los burgos ¿Existieron cites en medio de una civilización esencialmente agrícola como fue la de Europa Occidental durante el siglo IX? La respuesta a esta pregunta depende del sentido que se le dé a la palabra cité. Si se llama de esta manera a una localidad cuya población, en lugar de vivir del trabajo de la tierra, se consagra al ejercicio del comercio y de la industria, habrá que contestar que no. Ocurrirá también otro tanto si se entiende por cité una comunidad dotada de personalidad jurídica y que goza de un derecho y unas instituciones propias. Por el contrario, si se considera la cité como un centro de administración y como una fortaleza, se aceptará sin inconvenientes que la época carolingia conoció, poco más o menos, tantas cites como habrían de conocer los siglos siguientes. Lo cual supone que las susodichas cites carecían de dos de los atributos fundamentales de las ciudades de la Edad Media y de los tiempos modernos, una población burguesa y una organización municipal. Por primitiva que sea, toda sociedad sedentaria manifiesta la necesidad de proporcionar a sus miembros centros de reunión o, si se quiere, lugares de encuentro. La celebración del culto, la existencia de mercados, las asambleas políticas y judiciales imponen necesariamente la designación de emplazamientos destinados a recibir a los hombres que quieran o deban participar en los mismos. Las necesidades militares se manifiestan aún con mayor fuerza en este sentido. En caso de invasión, hace falta que el pueblo disponga de refugios donde encontrará una protección momentánea contra el enemigo. La guerra es tan antigua como la humanidad y la construcción de fortificaciones casi tan antigua como la guerra. Las primeras edificaciones construidas por el hombre parece que fueron recintos de protección. En la actualidad no hay apenas tribus bárbaras en las que no se encuentren y, por más al pasado que nos remontemos, el espectáculo no dejará de ser el mismo. Las acrópolis de los griegos, las oppida de los etruscos,. los latinos y los galos, las burgen de los germanos, las gorods de los eslavos no fueron en un principio, al igual que los krals de los negros de África del Sur, nada más que lugares de reunión, pero fundamentalmente refugios. Su planta y su construcción dependen naturalmente de la configuración del suelo y de los materiales empleados, pero el dispositivo general es en todas partes el mismo. Consiste en un espacio en forma cuadrada o circular, rodeado de defensas hechas con troncos de árboles, de tierra o de bloques de roca, protegido por un foso y flanqueado por puertas. En suma, un cercado. Y podremos notar inmediatamente que las palabras que en inglés moderno ( town) o en ruso moderno (gorod) significan cité, primitivamente significaron cercado. En épocas normales estos cercados permanecían vados. La población no se congregaba allí sino a propósito de ceremonias religiosas o civiles o cuando la guerra la obligaba a refugiarse en ellos con sus rebaños. Pero el progreso de la civilización transformó paulatinamente su animación intermitente en una animación continua. En sus límites se levantaron templos; primero los magistrados o los jefes del pueblo establecieron allí su residencia y posteriormente comerciantes y artesanos. Lo que en un principio no había sido nada más que un centro ocasional de reunión se convirtió en una cité, centro administrativo, religioso, político y económico de todo el territorio de la tribu, cuyo nombre tomaba frecuentemente. Esto explica cómo, en muchas sociedades y especialmente en las de la antigüedad clásica, la vida política de las cites no se restringía al recinto de sus murallas. La cité , en efecto, había sido construida por la tribu y todos sus hombres, habitaran a un lado u otro de los muros, eran igualmente ciudadanos. Ni Grecia ni Roma conocieron nada parecido a la burguesía estrictamente local y particularista de la Edad Media. La vida urbana se confundía allí con la vida nacional. El derecho de la c i té era, como la propia religión de la cité, común a todo el pueblo del que era la capital y con el que constituía una sola y misma república. El sistema municipal, por consiguiente, se identifica en la antigüedad con el sistema constitucional. Y cuando Roma hubo extendido su dominio por todo el mundo mediterráneo, este sistema se convirtió en la base del aparato administrativo de su Imperio. Este sistema, en Europa Occidental, sobrevivió a las invasiones germánicas. Se pueden encontrar claramente sus huellas en la Galia, España, África e Italia bastante tiempo después del siglo v. Sin embargo, la decadencia de la organización social borró lentamente la mayor parte de estas huellas. No se pueden encontrar, en el siglo VIII, ni los Decuriones, ni las Gesta municipalia, ni el Defensor civitatis. Al mismo tiempo, la presencia del Islam en el Mediterráneo, al hacer imposible el comercio que hasta entonces había mantenido aún cierta actividad en las cites, las condenó a una irremisible decadencia. Pero no las condena a muerte. Por disminuidas y débiles que estén, subsisten. Dentro de la sociedad agrícola de aquel tiempo, conservan, a pesar de todo, una importancia primordial. Resulta indispensable darse cuenta del papel que jugaron si se quiere comprender el que les será asignado más tarde. Ya se ha visto cómo la Iglesia había establecido sus circunscripciones diocesanas sobre las cites romanas. Respetadas éstas por los bárbaros, continuaron manteniendo, después de su establecimiento en las provincias del Imperio, el sistema municipal sobre el que se habían fundado. La desaparición del comercio y el éxodo de los mercaderes no tuvieron ninguna influencia en la organización eclesiástica. Las cites donde habitaban los obispos fueron má pobres y menos pobladas, sin que por ello los obispos se vieran perjudicados. Por el contrario, cuanto más declinó la riqueza general, se fueron afirmando cada vez más su poder y su influencia. Rodeados de un prestigio tanto mayor cuanto que el Estado había desaparecido, colmados de donaciones por los fieles, asociados por los carolingios al gobierno de la sociedad, consiguieron imponerse a la vez por su autoridad moral, su potencia económica y su acción política. Cuando se hundió el Imperio de Carlomagno, su situación, lejos de tambalearse, se afianzó aún más. Los príncipes feudales, que habían arruinado el poder real, no se inmiscuyeron en el de la Iglesia. Su origen divino la ponía al resguardo de sus pretensiones. Temían a los obispos que podían lanzar sobre ellos el arma terrible de la excomunión y les veneraban como los guardianes sobrenaturales del orden y la justicia. En medio de la anarquía de los siglos ix y x, el prestigio de la Iglesia permanecía, pues, intacto, mostrándose además digna de ello. Para combatir el azote de las guerras privadas que la realeza no era ya capaz de reprimir, los obispos organizaron en sus diócesis la institución de la Paz de Dios. Esta preeminencia de los obispos conferirá naturalmente a sus residencias, es decir, a las antiguas cites romanas, una cierta importancia, salvándolas de la ruina, dado que en el sistema económico del siglo IX no tenían ninguna razón para existir. Al dejar de ser éstas los centros comerciales, no hay duda de que perdieron la mayor parte de su población. Con los mercaderes desapareció el carácter urbano que habían conservado aun en la época merovingia. Para la sociedad laica carecían de la menor utilidad. A su alrededor, los grandes dominios subsistían por sus propios recursos. Y no hay razón de ningún tipo para que el Estado, constituido también él sobre una base puramente agrícola, se fuera a interesar por su suerte. Resulta bastante significativo constatar que los palacios (palatia) de los príncipes carolingios no se encuentren en las cites. Se sitúan sin excepción en el campo, en los dominios de la dinastía: en Herstal, en Jupüle, en el Valle del Mosa, en Ingelheim, en el del Rhin, en Attigny, en Quiercy, en el del Sena, etc. La fama de Aquisgrán no debe crearnos una falsa ilusión sobre el carácter de esta localidad. El esplendor que consiguió momentáneamente con Carlomagno. No fue debido nada más que a su carácter de residencia favorita del emperador. Al final del reinado de Luis el Piadoso, vuelve a caer en la insignificancia, y no se convertirá en una cité sino cuatro siglos más tarde. La administración no podía contribuir para nada a la supervivencia de las cites romanas. Los condados, que constituían las provincias del Imperio franco, estaban tan desprovistos de una capital como lo estaba el propio Imperio. Los condes, a quienes estaba confiada su dirección, no estaban instalados en ellas de manera permanente. Recorrían constantemente su circunscripción a fin de presidir las asambleas judiciales, cobrar el impuesto y reclutar tropas. El centro de la administración no era su residencia, sino su persona. Importaba, por consiguiente, bastante poco el que tuvieran o no su domicilio en una cité. Elegidos entre los grandes propietarios de la región, habitaban, por lo demás, la mayor parte del tiempo en sus propias tierras. Sus castillos, al igual que los palacios de los emperadores, se encontraban habitualmente en el campo.
Por el contrario, el sedentarismo a que estaban obligados los obispos por la disciplina eclesiástica, les vinculaba de manera permanente a la cité donde se encontraba la sede de su diócesis. Convertidas en inútiles para la administración civil, las cités no perdieron de ninguna manera su carácter de centros de la administración religiosa. Cada diócesis permaneció agrupada alrededor de las cites donde se hallaba su catedral. El cambio de sentido de la palabra civitas, a partir del siglo IX, evidencia claramente este hecho. Se convierte en sinónimo de obispado y de cité episcopal. Se dice civitas Parisienas para designar, al mismo tiempo, la diócesis de París y la propia cité de París, donde reside el obispo. Y bajo esta doble acepción se conserva el recuerdo del sistema municipal antiguo, adoptado por la Iglesia para sus propios fines. En suma, lo que ocurrió en las cites carolingias empobrecidas y despobladas recuerda de manera sorprendente lo que, en un escenario bastante más considerable, ocurrió en la propia Roma cuando, en el curso del siglo IV, la cité eterna dejó de Ser la capital del mundo. Al ser sustituida por Rávena y más tarde por Constantinopla, los emperadores la entregaron al papa. Lo que ya no fue más para el gobierno del estado, lo siguió siendo para el gobierno de la Iglesia. La cité imperial se convirtió en cité pontificia. Su prestigio histórico realzó el del sucesor de San Pedro. Aislado, dio sensación de mayor grandeza y, al mismo tiempo, llegó a ser más poderoso. Sólo a él se le prestó atención y sólo a él, en ausencia de los antiguos jefes, se le obedeció. Al seguir habitando en Roma, ésta se hizo su Roma, como cada obispo hizo de la cité en la que vivía su cité. Durante los últimos tiempos del Bajo Imperio, y aún más en la época merovingia, el poder de los obispos sobre la población de las cites no dejó de aumentar. Aprovecharon la desorganización creciente de la sociedad civil para aceptar o para arrogarse una autoridad que los habitantes no pusieron en duda y que el estado no tenía ningún interés, y ningún medio, para prohibir. Los privilegios que el clero comienza a disfrutar desde el siglo IV, en materia de jurisdicción y de impuestos, favorecieron aún más su situación, que resultó, si cabe, más eminente por la concesión de los documentos de inmunidad que los reyes francos prodigaron en su favor. En efecto, por ellos los obispos se vieron eximidos de la intervención de los condes en los dominios de sus iglesias. Se encontraron investidos desde entonces, es decir, desde fines del siglo VII, de una auténtica autoridad sobre sus hombres y sobre sus tierras. A la jurisdicción eclesiástica que ejercían ya sobre el clero, se sumó, pues, una jurisdicción laica, que confiaron a un tribunal constituido por ellos mismos y cuya sede fue fijada naturalmente en la cité donde tenía su residencia. Cuando la desaparición del comercio, en el siglo IX, borró los últimos vestigios de la vida urbana y acabó con lo que quedaba aún de población municipal, la influencia de los obispos, ya de por sí bastante amplia, no tuvo rival. Desde entonces tuvieron completamente sometidas a las cites. Y, en efecto, no se volvieron a encontrar en ellas nada más que habitantes que dependían más o menos directamente de la Iglesia. A pesar de carecer de datos muy precisos, sin embargo, es posible suponer la naturaleza de su población. Se componía del clero de la Iglesia Catedral y de otras iglesias agrupadas en torno a ella, de los monjes de los monasterios que vinieron a establecerse, algunas veces e número considerable, en la sede de la diócesis, de maestros y estudiantes de las escuelas eclesiásticas, de servidores y, por último, de artesanos libres o no, que eran indispensables en función de las necesidades del culto y de la existencia cotidiana del clero. Casi siempre encontramos que tenía lugar semanalmente en la cité un mercado al que los campesinos de los alrededores traían sus productos; a veces incluso se realizaba una feria anual (annaiis mercatus). En sus puertas se cobraba el telonio sobre todo lo que entraba o salía. En el interior de sus muros funcionaba un taller de moneda. Allí también se encontraban unas torres habitadas por los vasallos del obispo, por su procurador o por su alcaide. A todo esto hay que añadir finalmente los graneros y los almacenes, en donde se acumulaban las cosechas de los dominios episcopales y monacales, que eran transportadas, en épocas determinadas, por arrendatarios del exterior. En las fiestas señaladas del año los fieles de la diócesis afluían a la cité y la animaban, durante algunos días, con un bullicio y un movimiento inusitados55. Todo este microcosmos reconocía por igual en el obispo a su jefe espiritual y a su jefe temporal. La autoridad religiosa y secular se unía, o mejor dicho, se confundían en su persona. Ayudado por un consejo constituido por sacerdotes y canónigos, administraba la cité y la diócesis conforme a los preceptos de la moral cristiana. Su tribunal eclesiástico, presidido por el arcediano, había ampliado considerablemente su competencia, gracias a la impotencia y más aún al favor del Estado. No solamente los clérigos dependían de él para cualquier materia, sino también muchos asuntos concernientes a los laicos: asuntos de matrimonio, testamentos, estado civil, etc. Las atribuciones de su corte laica, de las que se encargaban el alcaide o el procurador, gozaban de análoga extensión. A partir del reinado de Luis el Piadoso, no cesaron de conseguir privilegios, lo que se explica y se justifica por el desorden cada vez más flagrante de la administración pública. No solamente le estaban sometidos aquellos hombres que gozaban de inmunidad, sino que es bastante probable que, al menos en el recinto urbano, todo el mundo estaba dentro de su jurisdicción y que sustituía de hecho a la que en teoría poseía aún el conde sobre los hombres libres. Además, el obispo ejercía un vago derecho del control, mediante el cual administraba el mercado, regulaba la percepción del telonio, vigilaba la acuñación de monedas y se encargaba de la conservación de las puertas, de los puentes y de las murallas. En resumen, no había dominio en la administración de la cité en el que, por derecho  o por autoridad, no interviniese como guardián del orden, de la paz o del bien común. Un régimen teocrático había reemplazado completamente al régimen municipal de la antigüedad. La población estaba gobernada por su obispo y no reivindicaba nada, puesto que no poseía la menor participación en tal gobierno. A veces ocurría que estallaba una revuelta en la cité. Algunos obispos fueron asaltados en sus palacios en ciertas ocasiones e incluso obligados a huir. Pero es imposible percibir en estos levantamientos la mínima huella de espíritu municipal, más bien se explica por intrigas o rivalidades personales. Sería un absoluto error considerarlos como los precursores del movimiento comunal del siglo xi y del XII. Por si fuera poco, se produjeron muy escasamente. Todo indica que la administración episcopal fue, en general, beneficiosa y popular
Ya hemos dicho que esta administración no se reducía al interior de la cité, sino que se extendía a todo el obispado. La cité era su sede, pero la diócesis era su objeto. La población urbana en manera alguna gozaba de una situación de privilegio. El régimen bajo el cual vivía era el de derecho común. Los caballeros, los siervos y los hombres libres que allí vivían no se distinguían de sus congéneres del exterior nada más que por su aglomeración en un mismo lugar. Aún no se puede apreciar ningún antecedente del derecho especial y de la autonomía que iban a gozar los burgueses de la Edad Media. La palabra civis, mediante la cual los textos de la época designan al habitante de la cité, no es sino una mera denominación topográfica y carece de significación jurídica57. Las cites, al mismo tiempo que residencias episcopales, eran también fortalezas. Durante los últimos tiempos del Imperio Romano fue necesario rodearlas de murallas para ponerlas al abrigo de los bárbaros. Estas murallas subsistían aún en casi todas partes y los obispos se ocuparon de mantenerlas o restaurarlas con tanto más celo cuanto que las incursiones de los sarracenos y de los normandos demostraron, durante el siglo IX, cada vez de manera más agobiante, la necesidad de protección. El viejo recinto romano continuó, pues, protegiendo a las cites contra los nuevos peligros. Su planta permanece con Carlomagno tal y como había sido con Constantino. Por lo general, se disponía en forma de un rectángulo, rodeado de murallas flanqueadas por torres, y se comunicaba con el exterior por puertas, habitualmente cuatro. El espacio cercado de esta manera era muy restringido: la longitud de sus lados raramente sobrepasaba los 400 ó 500 metros58. Además, era necesario bastante tiempo para que fuese totalmente construida; se podían encontrar, entre las casas, campos cultivados y jardines. En lo que se refiere a los arrabales(suburbio) que, en época merovingia, todavía se extendían fuera de las murallas, desaparecieron59. Gracias a sus defensas, las cites pudieron casi siempre resistir victoriosamente los asaltos de los invasores del norte y del sur. Bastará recordar aquí el famoso sitio de París llevado a cabo, en el 885, por los normandos. Naturalmente, las cites episcopales servían de refugio a las poblaciones de sus alrededores. Allí venían los monjes, incluso de zonas muy alejadas, para buscar asilo contra los normandos, como lo hicieron, por ejemplo, en Beauvais, los de Saint-Vaast en el 887 y en Laon, los de Saint-Quentin y los de Saint-Bavon de Gante, en el 881 y en el 88260. En medio de la inseguridad y de los desórdenes que impregnan de un carácter tan lúgubre la segunda mitad del siglo IX, les tocó, pues, a las cites cumplir una auténtica misión protectora. Fueron, en la mejor acepción del término, la salvaguarda de una sociedad invadida, saqueada y atemorizada. Por lo demás, muy pronto no fueron las únicas en jugar este papel.


[1] En el idioma francés el término cité designa la ciudad episcopal a diferencia de la palabrat il le. Al no disponer en castellano de un término parecido, hemos decidido dejar la palabra en el idioma original siempre que tenga esta significación especifica. (N. del T.)

LAS CIUDADES Y LA UNIVERSIDAD EN LA EDAD MEDIA

En la Edad Media sobre todo a partir del siglo XI se produce una intensa urbanización. La Edad Media únicamente rural es un tópico.
En la Edad Media se crean muchas más ciudades que en Roma. Las ciudades de origen romano son las que llamamos civitas. Fueron a veces sede de un soberano, o sede de un obispo,… Barcelona es un ejemplo de ello. Durante este periodo las antiguas civitas crecieron.
Pero más importante que este crecimiento es el hecho de que aparecen nuevas ciudades pequeñas y medianas. Algunas regiones importantes de ciudades existentes entonces fueron la que se desarrolló a lo largo del Rin, la zona septentrional del Mediterráneo y el área que bordea el mar del norte y el mar báltico.
Este proceso de urbanización tiene unas consecuencias importantísimas para Occidente. Las ciudades son sitios donde la gente compra y vende. Se trata de una incipiente economía capitalista. Todas las ciudades tienen señor, pero de alguna manera los habitantes del burgo logran hacerse oír y respetar. Todo ello comporta también un cambio cultural.
Todos los habitantes de la ciudad compran y venden: se dedican a un negocio. Su oficio es hacer dinero, buscan el lucro. Se mueven por el amor al dinero, lo cual es una contraposición a lo que pasaba con los caballeros, que se movían por el amor a la guerra.
Hay una nueva forma de riqueza. El caballero o el noble eran ricos si tenían tierras. Los «hombres de la bolsa» (como se llamaba a los habitantes del burgo aludiendo de forma simbólica a la bolsa de cuero donde guardaban las monedas) son ricos al tener más monedas de cobre, de oro o de plata. También usan la riqueza de forma distinta. Los caballeros, que la ganaban del saqueo, la empleaban en regalos a la dama. Todo ello implica un nuevo comportamiento, una nueva cultura, un nuevo saber.
Es un saber profano. A ese hombre de la ciudad se le piden unas habilidades paganas, el mercader no puede confiar solo en Dios para tener éxito, así que las necesita, necesita una serie de conocimientos e instrucciones paganos como la geografía, la aritmética, etc. (Por ejemplo, en Italia aparecen hasta escuelas dedicadas a uno de estos conocimientos en concreto, como las escuelas de Aritmética.) Es un uso del saber racional, científico, al servicio de los negocios, pero existente y nuevo.
Estamos hablando de una época en la que se inventa el reloj y se introducen las horas. Se introduce también una moral profana, que no pone a Dios en primer término, aunque sigan creyendo en él. Según esta moral, es bueno aspirar al lucro, evitar el despilfarro, y cada uno considera los intereses propios en primer término. El caballero, en cambio, cuanto más gasta, mejor; y busca a los amigos.
Aparece el «hombre de la bolsa» y el amor al dinero con su virtud particular y su moral particular y entonces se produce una especie de choque entre esta cultura nueva y las que ya existían, tanto con la cultura cortés como con la cultura clerical. También hay un choque de economías, entre la economía del retener, incipiente, y la tradicional economía del dar (de los cleros, al pobre; de los caballeros, a los amigos).
También se observa un choque de culturas. Hay una no aceptación, desprecio y condena de esta nueva cultura burgués por parte de los representantes de las culturas tradicionales. Esta condena se materializa como rechazo de la ciudad (como un lugar de artificio; como lugar de diversidad, lo cual es motivo de sospecha; como lugar de corrupción y vicio; como lugar de peligro; como lugar del dominio del «sucio dinero», sucio en términos morales; etc.) En definitiva, se asocia la cultura de la ciudad a los pecados de avaricia y de codicia. No se concede la capacidad de salvarse al «hombre de la bolsa». En el derecho canónico queda claro que el burgués será condenado: en su propia profesión está su condena.
Los hombres de la ciudad no encajan con la cultura clerical que no les acepta. La cultura tradicional tiene una doble incapacidad: la incapacidad de aceptar la nueva cultura y la incapacidad de dar alternativas. Nadie enseña cómo vivir cristianamente en las ciudades en un primer momento.
Ello es el reflejo de una impotencia real. La asimilación de todo esto es un reto real importante.
En esos tiempos la capacidad de leer y escribir (la «literacidad») en latín, que era la lengua culta, está en manos de un cierto colectivo: el de los hombres de la iglesia. Se aprende en la Escolae, de las cuales se distinguen dos tipos: Monásticas (vinculadas a un monasterio) o catedralicias (vinculadas a una catedral).
Se enseña religión o, técnicamente, la lectio divina, la palabra de Dios, que es la de la Biblia, y es a tal efecto que se enseña a los monjes y sacerdotes a leer y escribir.
Es un saber religioso, un saber latino.
Se enseñan sobre todo las dos primeras asignaturas de lo que se llama trivium. El curriculum de un romano culto eran las artes liberales. Se dividían en 2 grupos: el trivium (gramática, retórica, lógica) y el quadrivium (aritmética, geometría, astronomía y música). Ahora bien, en las escuelas monásticas y catedralicias se enseñan sobre todo las dos primeras del trivium (es decir, gramática y retórica) y el resto del trivium y el quadrivium a penas se enseña o no se enseña en absoluto.
Se trata sobre todo de transmitir, es traditio. Transmitir la Biblia y lo dicho por los Padres de la Iglesia, principalmente por San Agustín de Hipona. Sin innovar: de hecho, se rechaza la novitas.
Todo este panorama va a cambiar mucho a partir del siglo XI y sobre todo del XII. Las escuelas monásticas quedan muy estancadas mientras que las catedralicias avanzan. Esto es porque las catedralicias se sitúan en el ámbito de la ciudad. Los profesores cambian y los estudiantes también: van buscando una buena formación, no necesariamente para formar parte del clero, están dispuestos a ir cambiando de ciudad en su búsqueda de una formación completa o para seguir a un profesor. Se amplían los temas.
Pedro Abelardo reivindica el uso de la razón y expone que es necesario entender algo para poder explicarlo. Para entender el mundo, hay que usar la razón. Este cambio de mentalidad posibilita que los maestros estén abiertos a la razón pero también abiertos a la doctrina de los antiguos, y ya no solo a la de los Padres de la Iglesia y otras pocas autoridades.
Se multiplica el número de alumnos y eso fuerza la creación de una institución para dar respuesta a tanta demanda: la Universidad. Es una institución normalmente con cierto control eclesiástico, pero con autonomía de gobierno al frente del cual hay un rector. Empezó habiendo 3 universidades y a finales del siglo XV ya había más de 60. Eso implica un espectacular aumento de población letrada.
Se aplica el método escolástico: a través del diálogo, el maestro propone una pregunta, expone distintos puntos de vista, tiene lugar un debate y finalmente de nuevo el maestro interviene para exponer las conclusiones.
Los nuevos maestros, sobre todo del siglo XIII, enseñan muchos saberes distintos pero sobre todo muchos saberes nuevos. Nuevos pero, claro esa, no han salido de la nada: han recibido la enseñanza de los griegos (Hipócrates, Heurípides, Pitágoras, Platón y Tolomeo fundamentalmente, pero no solo) y sobre todo de Aristóteles. Y además, de los maestros musulmanes y judíos de los siglos X, XI y XII que también habían aprendido de los griegos, cuya doctrina habían comentado.
Los cristianos no leen a Aristóteles en griego, sino en árabe, idioma del que se traduce al latín a los griegos y también todos los comentarios.
Posteriormente se intentará comprender mediante la razón lo que ya se comprende mediante la fe. Por otra parte, para explicar el mundo ya no basta Dios y los pecados, sino que es necesario algo más.
El hombre es un ser que está en natura, microcosmos que vive en una entidad más amplia: el macrocosmos. Macrocosmos y microcosmos interactúan. Pero para descubrir esta naturaleza necesitamos entender, la razón, la ciencia. Eso enseñan los griegos. A la cristiandad lo que llega es una nueva forma de ver el mundo a través de los griegos. El descubrimiento de Aristóteles es el descubrimiento de natura, en cierta medida opuesto a un mundo solo regido por Dios.

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